Don Luciano Lapuente se nos fue también en este mes. El 8 de octubre del año 2000.
Como resulta difícil
hablar de grandes hombres y acabo de hacerlo de Jimeno Jurío, no quiero
inventar nada y me remitiré a emplear parte de las palabras que usé en el funeral
de Lapuente en San Martín, al que acudimos acompañados de José Mari Satrustegi
y Gerardo Murguialday.
Y las dije con rabia contenida porque las pronunciadas hasta entonces por los oficiantes en el altar parecían refererirse a un curica de pueblo cuyo mayor y único mérito habría sido el de ser párroco de una iglesia de pueblo durante casi medio siglo. Y eso no era mentira, pero era omitir algo fundamental, y era que había abierto a la luz la historia y la etnografía de este valle, hasta entonces en la más completa oscuridad.
Y empecé diciendo:
Don Luciano se ha ido. Con ese pasico corto, de hombre tenaz, y esa sonrisa tímida pero resuelta, que adorna a quienes se empecinan en trabajar a cambio de nada. Con un corazón que no le cabía en el cuerpo, y que se detuvo por fin después de haberse consumido en amor a su tierra y a sus paisanos.
Don Luciano, con la txapela bien calada para
mantener calientes las ideas, estará ya
en esa parcela del más allá a la que acceden los sacerdotes que además de
atender las almas de sus feligreses, se ocupan del alma de sus pueblos. Es muy
probable que esté ya de tertulia con D. José Miguel de Barandiaran, su maestro
en las tareas etnográficas, y con D. Martín Larrayoz.
Y sigo dentro que aquí no me cabe
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